“América fue encontrada, pero
no fue descubierta”
-Filoteo Samaniego-
“¿Cuántas ciudades existen dentro de esta ciudad?
-Jorge Martillo Monserrate-
Al rato de haberse
estrenado Ratas, Ratones, Rateros, de Sebastián Cordero, 1999, corrían
ya versiones respecto a su acertada o equivocada participación en una
cinematografía y filmología ecuatoriana. En Guayaquil, estas opiniones se
reducían a algo así: por un lado, en “un aporte bacansísimo”, y, por otro, en
“algo que ofrece una imagen muy mala de la ciudad”.
Sorprende de estas síntesis
las intenciones del contenido que las compone. En la primera, indefinible el
objeto de ese aporte, mientras que para la segunda, un rechazo del discurso que
no responde a ningún orden de criterio cinematográfico, sea formal o
conceptual, pero igual disconforme por no cumplir con las expectativas morales
y/o promocionales del lugar en su buen hacer. Es decir, esta película no es
útil para Guayaquil.
También inquieta,
de estas síntesis, la presencia de ese otro lugar no mencionado sin el cual no
se hubiese llegado a un tipo de opinión, por más certera o imaginaria que sea. Por
ejemplo, para reconocer el aporte, fue necesario identificar la falta, sea de
un boom, un estilo, de una
consolidación de buen nivel en el manejo de recursos técnicos y narrativos, o
más sencillo, la de una práctica que hace tiempo no se expresa; para poder
determinar los buenos o malos aspectos de una ciudad, fue necesaria la
inquebrantable e indiscutible sensatez de un grupo de momias regeneradoras que la
conocen y reconocen con minuciosa profundidad.
La piel
de la ciudad.-
¿Quién es Guayaquil?
Miguel Donoso, quien insiste en no estigmatizarnos en generalizaciones, rescata
la opinión de ilustres y próceres de antaño. A manera de resumen[1]: se es guayaquileño porque
somos bárbaros, inhumanos, orgullosos, resentidos, separatistas, superficiales,
ignorantes, impulsivos, violentos, inconsistentes, prepotentes, faltos de
ideas, despreocupados, indisciplinados, políticamente positivistas,
persiguiendo una religión por sus éxitos, negándonos a sufrir, salseros,
peloteros y comerciantes.
Ángel[2] nunca será como Niña Narcisa[3],
la narcisista, la incompleta, la vacía, la epidérmica, como los supermercados y
los restaurantes de carnes y pollos que promociona; y tras el amorfeo del viejo
“las mujeres son el diablo, sobrinas del gran demonio”, un tiempo muerto raro,
y una elipsis chueca, sin entender por qué, porque aunque a las mujeres, sin
ser tigras, les atrae el baile, el canto, el vacile, no dejan de ser, según el
resto de la propuesta, ni hermanas, ni hijas, ni madres, ni vecinas, ni buenas
mujeres que ordeñan, cocinan, aran, que sostienen y soportan hogares. Más bien,
ese demonio, huido y espantado por esos fondos reventados, la profundidad
borrada, es tan invisible como el guayabo, nunca entero, nunca en relación,
cercenado por los planos de detalles, sólo rellenando el primer campo, como la
fe de Narcisa, nunca interior, sólo en las llagas de su piel. Escuché alguna
vez decir a alguien “quítale todo a ver si tiene fe”; a Narcisa, a la de
Carmigniani, nunca le faltó nada. A Ángel le faltó todo.
A
pesar de las pérdidas que sufren Christina, Churris, Rafaela, la Nona, éstas nunca
vieron, nunca encontraron ni entendieron, sosteniendo el vacío hasta el final
“¿En qué momento se hizo pedazos todo esto?”[4] Y es que sus pérdidas
fueron físicas, externas, menos la de la señora que rechaza a su hija en
España, la señora que vive al pie de un sendero sin regenerar y que nos recuerda
a Camus cuando escribe: “El tiempo perdido sólo la recuperan los ricos. Para
los pobres, el tiempo sólo marca los vagos rastros del camino hacia la muerte.”[5] Y es debido a que el punto
de vista nunca se le cederá a esa señora, que la ciudad, que cuando sola es
sólo una postal, dejará de tener sentido cuando nos muestren a los otros
atravesarla siempre en un primer campo, otra vez, sin profundidad.
Con El derecho de los pobres, (fecha) mexicana
en coproducción con Guayaquil, la cosa no cambia mucho: René Cardona, el
director, ve en Guayaquil un escenario con contrastes tan marcados, donde puede
disponer una historia griffitheana
que nos enseña, una vez más, que pobres y ricos sólo pueden convivir en el
interés, que el pobre malo es castigado, que el adinerado siempre encontrará
indulgencia y que sólo a través de éste el pobre podrá ser correcto. Luego de
eso, Guayaquil no importa. Atención con ese segundo plano de la película donde
un paneo, que pareciera mostrarnos los techos de una ciudad, se interesa más
bien por el río, en profundidad de campo, a veces presente a veces oculto por
los edificios. Luego, Alberto Spencer; luego, una cancha de fútbol en su majestuosa
totalidad. Luego, sólo pelotas.
Por debajo,
las otras ciudades.-
¿Dónde encontrar a
Guayaquil? Como con voz de pasillo, Monserrate remata: “Vamos por la Quito,
pasamos por la Colón. Humareda de fritanguerías. Mujeres públicas maquilladas
para disimular su sonrisa más cruel y triste. Canciones rockoleras. Lamentos.
Adioses. Amores rotos como botellas de aguardiente, olores a noche vencida.
Parque Victoria. Ebrios por los suelos. El duro rostro de Gabriel García Moreno
hundido en la oscuridad de sus culpas. Evangelistas cansados de pregonar. ¿Por
qué estas calles oscuras están nutridas de desesperados?”[6]
Joseph Morder la
encontró en París. No la buscaba; ésta sola le reclamaba, y sin planearlo
empezó a salir a la caza de esa otra ciudad de sus memorias de judío tropical[7] que se proyectaba como
palimpsestos sobre los fragmentos de un París donde se diluía, se desataba, se confundía
con las paredes, ventanas, esquinas, recovecos de un Guayaquil. Una extraña
permutación de ciudades donde, a veces, parecían una. Morder opta por borrar su
presencia física, pero mantiene la evidente mirada cada vez más trémula y
obsesiva en esos encuadres progresivamente inestables y nerviosos, hasta
acudir, casi como súplica, a los pisos altos, por sobre los techos, hacia el
horizonte.
El díptico Memorias de un judío tropical y Aquí soy José[8],
recuerdan los trabajos documentales de Agnés Vardá y su inquietante provocación
a la memoria, no ante la amenaza del olvido, sino ante la incertidumbre al
desestructurarla, reconfigurarla, resignificarla, reevaluarla. En este sentido,
Fernando Mieles y Pepe Yepez consiguen un maravilloso trabajo en el que el
judío tropical, José Morder, de regreso a Guayaquil después de casi 40 años de
ausencia, recorre incierto la ciudad tratando de encontrar rastros y restos de
los lugares que fueron (en) su infancia. Cines que ya no existen y convertidos
en estacionamientos, la enemistad y amor en una niña que murió hace 20 años, parientes
reencontrados en el cementerio judío. La cacería de la cacería. Dos veces
cacería, precipitan la fragilidad de la memoria, gracias a un trabajo de
montaje en el que incluye, a la visita “presente” de Morder, fragmentos de esa
persecución a Guayaquil años atrás capturada en Memorias… . No tan acertado fue el dominio de la cámara,
desprolija, obvia, incluso hasta morbosa, nuevamente sólo hasta los primeros
campos, vencida ante esta segunda cámara imaginaria que José describe y
encuadra con sus manos mientras baja de este Eiffel en este extraño París de
ríos montubios y Edith Piaf.
Igual de extraña se
descubre la ciudad ante los pocos desencuadres que propone Mario Rodríguez
Dávila en Invitación a sepelio, 2007.
Este espacio sin amo, sin referente preciso del punto de vista, como con Bacon,
Cremonini, junto a esta mutilación de los cuerpos por el borde de la pantalla,
“transforman al cuadro en un lugar de un misterio, una narración interrumpida y
suspendida, un interrogante eternamente sin respuesta”[9]. Otro recurso de especial atención
son los planos largos que el autor utiliza. Si Tsai Ming-Liang o Tarkovsky
recurren a planos largos, es porque dentro de esos planos hay elementos que
necesitan de ese tiempo para expresarse y relacionarse, aun en el rechazo, con
otros elementos, también para con otros planos. Los planos largos de Rodríguez
inquietan por presentar una serie de elementos cuya relación se presta
dificultosa la una con la otra. Esos segundos de una enramada inexplicada, el
hombre y el niño sentados en una vereda como mirando a cámara inmutados, el
interminable recorrido de un hombre de primer campo a profundidad, y el primer
plano de un personaje sumido en la más inexplicable apatía, planos en los que
las cosas sólo están o, si aparecen acompañadas, están desprendidas y
distanciadas, flotando en estos lugares cualesquiera por los que el personaje transita,
a manera de limbo; de todas formas cosa no muy clara ante la falta de una
evidencia antípoda. Por algo Godard resuelve que “el único problema del cine
está en porqué y cuándo empezar un plano, y porqué y cuándo terminarlo”.
Para
esas ciudades, mil miradas.-
Aquí no se analiza
lo que se tiene o no que ver o hacer; sólo el cómo se disponen los recursos
para ver o hacer, en su decir. Tres películas, algunas coproducidas y otras sustanciosamente
financiadas, y tres trabajos individuales y marginales; todas ellas independientes
(todo el cine en Latinoamérica lo es), ponen a prueba el rico o pobre resultado
del relato, determinado por la mucha o poca noción que se tiene sobre el
lenguaje cinematográfico, evidente también en los fáciles comentarios de
espectadores empíricos.
Sin embargo, sin
desprendernos de la mirada, la extranjera o propia, la epidérmica o entrañada,
el audiovisual solamente la rescata en sus múltiples formas, en donde todas sus
realidades, que precisamente por estar fuera de nosotros deben de multiplicarse
en mil caras, son válidas y necesarias, por que revelan un resultado
sintomático de cómo se vive, se proyecta y se recibe la ciudad.
Guayaquil,
gracias a la creciente oferta de festivales locales, de espacios alternativos
de expresión y proyección, de escuelas audiovisuales especializándose desde
bases cinematográficas, puede ahora festejar el crecimiento de su producción
personal que lucha tácita pero constante e incrementadamente contra unas
políticas culturares que buscan adoctrinar la imagen así como nuestros colonos
nos supeditaron a una teoría política de lo útil y lo ventajoso.
Esta producción
personal, que merece ser defendida y criticada, presenta una mirada más íntima
y entrañable, y que nos invita a recordar que “el punto de vista individual me
parece el único punto de vista desde el cual puede mirarse el mundo en su
verdad.”[10],
o eso es lo que opina Ortega y Gasset.
[1]
Miguel Donoso Pareja; Ecuador: identidad o esquizofrenia; Eskeletra editorial;
2004
[2] Ratas, Ratones, Rateros, de Sebastián
Cordero, 1999
[3] Niña Narcisa, César Carmigniani, 2008
[4] Retazos de vida, Viviana Cordero, 2008
[5]
Albert Camus; El primer hombre; TusQuets editores; 1995
[6] Jorge
Martillo Monserrate; La bohemia en Guayaquil & otras historias crónicas;
Archivo histórico del Guayas; 1999
[7] Memorias de un judío tropical, Joseph
Morder,
[8] Aquí soy José, Fernando Mieles y Pepe
Yepez,
[9]
Pascal Bonitzer; Desencuadres
[10] José
Ortega y Gasset; El espectador; Salvat Editores; 1970
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