Sinopsis
Una gran sala de cine es testigo de pequeños encuentros entre los pocos espectadores que la procuran en lo que podría ser la última proyección de la clásica película de espadas Dragon Inn, y a su vez, la última que tendrá la sala.
Así, el cine, como propio espectador, cuenta lo que ve, delante de la pantalla y detrás de ella, en sus baños, sus pasillos, su cabina de proyección. La chica que vende los tickets alterna su labor con la búsqueda del proyectorista. Un joven busca algún encuentro homosexual con uno de los espectadores, terminando por enterarse que presuntamente ese lugar está embrujado. Dos señores mayores lloran con la presentación de los créditos y luego intercambian un saludo aún formal, mientras recuerdan aquellos años en los que fueron actores para esa película.
El otro ojo
Mirar alguna película de Tsai Ming-liang es una invitación necesaria a buscar un antecedente cercano al de su cine. Una búsqueda con la que se podría terminar, quizá, en la misma condición con la que se empezó, pues movimientos o nombres como Tarkovsky, Truffaut, Alonso, Dumond, De Sica, cine primitivo, neo-realismo italiano, podrían incluso confundir un poco el sentido, más bressoniano, al que recurre el director taiwanes. Pero tampoco es para más, pues hay que considerar que Goodbye Dragon Inn es la película más curiosa del repertorio de Ming-liang, como lo serían Dolls para Kitano o Bird People of China de Miike.
¿Qué es lo que sorprende de esta película además de sus personajes, la ausencia de diálogos y sus planos largos? Habría que empezar por el primer plano que se nos presenta: una suerte de mirada que simula un fisgoneo por detrás de unas cortinas que le da a ese plano una característica subjetiva. Después del mismo, planos medios de gente de espalda a cámara, mirando todos hacia la pantalla.
¿No es extraño mostrar, como primer plano, esta subjetiva de la que no se tendrá referencia su origen? Esta subjetiva pareciera comportarse de una manera aislada, como separada del conjunto que compone la secuencia. Si bien el cuadro se juega una óptica y sonora pura, se diferencia del neorrealismo donde, como en el modelo clásico de representaciones, el plano se justifica por un contracampo anterior o consecuente, o donde una panorámica (en ocasiones acompañada de un paneo) justificaba algún discurso indirecto libre. Más, en este cuadro, antes y después del mismo, pareciera como si se hubiesen borrado las referencias o como si nunca estuvieron, hecho que no desatribuye el valor contemplativo que guarda el plano.
Si es de establecer un estilo Ming-liang, no hay que buscarlo en este efecto retardador del plano, que puede ser también visto, de alguna manera, en otros directores orientales como Mizoguchi, Ozu, Shindô, Kitano, Zhang Ke, entre otros.
Esta contemplación parte de una base zen, una meditación sobre los espacios, los tiempos, los conjuntos y las partes. Comprende que en la vida real, este macro-mundo cósmico, hay micro-mundos que se comparten incesantemente. Mantienen una relación fluida, aun cuando en este se impliquen choques, roces, enfrentamientos, pues aun esto, constituye el ritmo mismo de la vida. Pero, lo más importante a entender, es que estas partes son impredecibles. No hay nada que permita asegurar que una emoción, un pensamiento, algo articular del micro-mundo, pueda manifestarse en un determinado momento y con determinada cantidad y calidad de vida. Simplemente llega, impremeditado, y es.
Partiendo de esta teoría, podríamos comprender muy superficialmente porqué los “maestros del cine oriental” guardan este misticismo en sus puestas, que aún así siguen siendo distintas entre ellas. No es lo mismo el Ozu o el Mizoguchi que componen para un conjunto que propone un fin, que un Tsai Ming-liang que propone una lucha contra lo impredecible. Por eso su cámara está mucho antes de las acciones, se adelanta al evento, al momento, porque no sabe en qué segundo se manifestará. Como tampoco tiene control de las dimensiones de esa fuerza, necesita recurrir a un plano abierto, porque las partes pueden emerger o ir para donde ellos quieran.
En los actores también se ve el efecto de esta impronta, pues si bien se comportan como modelos bressonianos, ya que han sido previamente indicados y controlados, no se encuentran delimitados por el plano; Ming-liang les hace creer que tienen libertad de poder expandirse para donde consideren, pues como en un escenario, tienen todo el espacio para manifestarse, pero no pueden hacerlo.
Y con esto se resuelve, insisto, muy superficialmente, la esencia temática que maneja el director taiwanés: la impotencia. Particularmente en esta película, ninguno de sus personajes puede alcanzar nada de lo que se propongan o que les haya prendido el instinto. El amor, el sexo, el caminar, el respirar, todo se vuelve incómodo y difícil de controlar, así como todos sus espacios que, sea en esta como en otras películas, son miserables. Cabe entonces recordar cómo en Rebeldes del dios neón, El hueco, Qué hora es allá?, Viva el amor, El sabor de la sandía, todos estos elementos se juntan y chocan.
Con todo esto, hay que regresar al primer plano antes mencionado. Si es de configurar una empatía con el narrador, ¿desde el punto de vista de quién se ve? Tenemos historias individuales, las cuales exigen de momentos la atención que sólo el primer plano les puede brindar, como sucede en la escena detrás de pantalla en la que la chica mira al rostro del samurai. Pero, ¿cómo justificar la demás independencia y libertad de un plano que se adelanta a las acciones como si fuese un ojo, o una mente, que ya hubiese estado ahí? Si se continúa pensando en lo ya propuesto, se puede concebir una suerte de mente-cámara, mas no “mente” en tanto piensa por uno o selecciona del conjunto lo que uno debe pensar. Esta mente es una mente-cámara que contempla, es el aire que pasa, es el vaho que habita, es el Buda sentado que sólo ve y que luego medita. Es menester aclarar que si bien el neorrealismo también mira y contempla, en tanto proceso técnico la cámara está puesta ahí para configurar la vista y dura lo que dura la acción de un actor o la intensidad de una expresión; de ahí que se pueden aceptar sus panorámicas o sus planos medios. Es una cámara-mente. Para Ming-liang, la cámara está antes de las acciones, antes del momento, antes del todo, porque él mismo es impotente ante el mundo y no sabe cómo se desarrollará el mismo.
¿Quién mira, entonces, en ese primer plano? El aire, el vaho, kami-sama, la ticketera, la mente de la cámara, uno mismo. Es este el otro ojo que propone Ming-Liang, un ojo divino pero ligado a lo real, un ojo que contempla y trata de comprender las relaciones de la vida, relaciones impredecibles para las que uno debe considerar paciencia, como una meditación.
Una gran sala de cine es testigo de pequeños encuentros entre los pocos espectadores que la procuran en lo que podría ser la última proyección de la clásica película de espadas Dragon Inn, y a su vez, la última que tendrá la sala.
Así, el cine, como propio espectador, cuenta lo que ve, delante de la pantalla y detrás de ella, en sus baños, sus pasillos, su cabina de proyección. La chica que vende los tickets alterna su labor con la búsqueda del proyectorista. Un joven busca algún encuentro homosexual con uno de los espectadores, terminando por enterarse que presuntamente ese lugar está embrujado. Dos señores mayores lloran con la presentación de los créditos y luego intercambian un saludo aún formal, mientras recuerdan aquellos años en los que fueron actores para esa película.
El otro ojo
"Crear no es deformar o inventar personas y cosas.
Es establecer entre personas y cosas que existen,
y tal como existen, relaciones nuevas."
- Robert Bresson –
Mirar alguna película de Tsai Ming-liang es una invitación necesaria a buscar un antecedente cercano al de su cine. Una búsqueda con la que se podría terminar, quizá, en la misma condición con la que se empezó, pues movimientos o nombres como Tarkovsky, Truffaut, Alonso, Dumond, De Sica, cine primitivo, neo-realismo italiano, podrían incluso confundir un poco el sentido, más bressoniano, al que recurre el director taiwanes. Pero tampoco es para más, pues hay que considerar que Goodbye Dragon Inn es la película más curiosa del repertorio de Ming-liang, como lo serían Dolls para Kitano o Bird People of China de Miike.
¿Qué es lo que sorprende de esta película además de sus personajes, la ausencia de diálogos y sus planos largos? Habría que empezar por el primer plano que se nos presenta: una suerte de mirada que simula un fisgoneo por detrás de unas cortinas que le da a ese plano una característica subjetiva. Después del mismo, planos medios de gente de espalda a cámara, mirando todos hacia la pantalla.
¿No es extraño mostrar, como primer plano, esta subjetiva de la que no se tendrá referencia su origen? Esta subjetiva pareciera comportarse de una manera aislada, como separada del conjunto que compone la secuencia. Si bien el cuadro se juega una óptica y sonora pura, se diferencia del neorrealismo donde, como en el modelo clásico de representaciones, el plano se justifica por un contracampo anterior o consecuente, o donde una panorámica (en ocasiones acompañada de un paneo) justificaba algún discurso indirecto libre. Más, en este cuadro, antes y después del mismo, pareciera como si se hubiesen borrado las referencias o como si nunca estuvieron, hecho que no desatribuye el valor contemplativo que guarda el plano.
Si es de establecer un estilo Ming-liang, no hay que buscarlo en este efecto retardador del plano, que puede ser también visto, de alguna manera, en otros directores orientales como Mizoguchi, Ozu, Shindô, Kitano, Zhang Ke, entre otros.
Esta contemplación parte de una base zen, una meditación sobre los espacios, los tiempos, los conjuntos y las partes. Comprende que en la vida real, este macro-mundo cósmico, hay micro-mundos que se comparten incesantemente. Mantienen una relación fluida, aun cuando en este se impliquen choques, roces, enfrentamientos, pues aun esto, constituye el ritmo mismo de la vida. Pero, lo más importante a entender, es que estas partes son impredecibles. No hay nada que permita asegurar que una emoción, un pensamiento, algo articular del micro-mundo, pueda manifestarse en un determinado momento y con determinada cantidad y calidad de vida. Simplemente llega, impremeditado, y es.
Partiendo de esta teoría, podríamos comprender muy superficialmente porqué los “maestros del cine oriental” guardan este misticismo en sus puestas, que aún así siguen siendo distintas entre ellas. No es lo mismo el Ozu o el Mizoguchi que componen para un conjunto que propone un fin, que un Tsai Ming-liang que propone una lucha contra lo impredecible. Por eso su cámara está mucho antes de las acciones, se adelanta al evento, al momento, porque no sabe en qué segundo se manifestará. Como tampoco tiene control de las dimensiones de esa fuerza, necesita recurrir a un plano abierto, porque las partes pueden emerger o ir para donde ellos quieran.
En los actores también se ve el efecto de esta impronta, pues si bien se comportan como modelos bressonianos, ya que han sido previamente indicados y controlados, no se encuentran delimitados por el plano; Ming-liang les hace creer que tienen libertad de poder expandirse para donde consideren, pues como en un escenario, tienen todo el espacio para manifestarse, pero no pueden hacerlo.
Y con esto se resuelve, insisto, muy superficialmente, la esencia temática que maneja el director taiwanés: la impotencia. Particularmente en esta película, ninguno de sus personajes puede alcanzar nada de lo que se propongan o que les haya prendido el instinto. El amor, el sexo, el caminar, el respirar, todo se vuelve incómodo y difícil de controlar, así como todos sus espacios que, sea en esta como en otras películas, son miserables. Cabe entonces recordar cómo en Rebeldes del dios neón, El hueco, Qué hora es allá?, Viva el amor, El sabor de la sandía, todos estos elementos se juntan y chocan.
Con todo esto, hay que regresar al primer plano antes mencionado. Si es de configurar una empatía con el narrador, ¿desde el punto de vista de quién se ve? Tenemos historias individuales, las cuales exigen de momentos la atención que sólo el primer plano les puede brindar, como sucede en la escena detrás de pantalla en la que la chica mira al rostro del samurai. Pero, ¿cómo justificar la demás independencia y libertad de un plano que se adelanta a las acciones como si fuese un ojo, o una mente, que ya hubiese estado ahí? Si se continúa pensando en lo ya propuesto, se puede concebir una suerte de mente-cámara, mas no “mente” en tanto piensa por uno o selecciona del conjunto lo que uno debe pensar. Esta mente es una mente-cámara que contempla, es el aire que pasa, es el vaho que habita, es el Buda sentado que sólo ve y que luego medita. Es menester aclarar que si bien el neorrealismo también mira y contempla, en tanto proceso técnico la cámara está puesta ahí para configurar la vista y dura lo que dura la acción de un actor o la intensidad de una expresión; de ahí que se pueden aceptar sus panorámicas o sus planos medios. Es una cámara-mente. Para Ming-liang, la cámara está antes de las acciones, antes del momento, antes del todo, porque él mismo es impotente ante el mundo y no sabe cómo se desarrollará el mismo.
¿Quién mira, entonces, en ese primer plano? El aire, el vaho, kami-sama, la ticketera, la mente de la cámara, uno mismo. Es este el otro ojo que propone Ming-Liang, un ojo divino pero ligado a lo real, un ojo que contempla y trata de comprender las relaciones de la vida, relaciones impredecibles para las que uno debe considerar paciencia, como una meditación.
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