Ver una película de Aronofsky, es un juego de doble riesgo. Uno
se arriesga a leer la película tal como se presenta, o uno puede arriesgarse a
desmenuzar los elementos y encontrarse con un universo de símbolos y arquetipos
como si se tratase de un manuscrito alquímico tratando de encriptar en figuras
el profundo sentido de una trascendencia.
El cine de Aronofsky es un cine que se escuda en la variedad de géneros y subgéneros que recurre, siendo que transita por la ciencia ficción, el thriller, el drama romántico, hasta por el deporte y la danza. Sabe manejar muy bien tanto el tema como la trama de una película como Pi (1998) o una como The Fountain (2006). Pero, en cada película no sólo demuestra un dominio del género sino que además se atribuye la libertad de la experimentar con ellos, una experimentación con el encuadre y el montaje. Si nos detenemos en Pi (1998), nos metemos en la vertiginosa mirada de Max que gira en su entorno como la misma espiral de Fibonacci. Recurso similar se aplica eventualmente en The Wrestler (2008), y mucho más depurado de nota en Black Swan (2010). Así mismo, en tanto el montaje, pasar de los abruptos cortes notables de Pi, a un montaje acelerado y visceral de Requiem (2000), a los violentos cortes imperceptibles de su última película, es el notable trabajo de un director en proceso de evolución.
Esta experimentación con la narración refleja, asimismo, un estado de evolución en el discurso. Son pocas las películas dirigidas por Aronofsky pero cada película está perfectamente construida, pareciendo como si cada una fuese escogida en su tema por este propósito evolutivo. Es obvio que con la práctica se perfecciona la experiencia, pero no es casualidad que la evolución es un precio que se paga en cada una de sus películas, protagonizadas por seres en busca de una redención: en Pi, a través de un número revolucionario; en Requiem a través del consumo de drogas; en The fountain, venciendo a la muerte; en The Wrestler, revivir una vida de victorias; Black Swan, lograr el baile perfecto.
Alquimia del cisne negro.-
En Black Swan vemos la historia de Nina quien es escogida para
protagonizar el ballet en construcción de El Lago de los Cisnes, pero encuentra
dificultades al interpretar a su personaje némesis Odile, el cisne negro, la
ayudante de brujo, la perversa y seductora, el lado oscuro del cisne blanco.
Este cisne blanco es para Nina la aproximación a la perfección:
lo sutil, lo frágil, lo reprimido. Una perfección construida desde una
resignada ingenuidad, evidencia retratada en su afelpado dormitorio, que no le
permite reconocer ese aspecto oscuro necesario. “Perfección no es sólo control,
es también dejarse llevar. Sorprendiéndote podrás sorprender a la audiencia.
Trascender”, son las palabras de su instructor que no logra comprender y que la
desestabilizan. La metódica obsesión por la puntualidad, el calentamiento
previo, la posición correcta, no encuentra en ella espacio para la
espontaneidad, lo improvisado, ni para evolucionar interiormente. “Sólo tú
misma te interpones en tu camino. Es hora de liberarte de ello. Déjate
llevar.”, le dice Lily, su competencia que la reemplazaría en el papel de
Odile.
Aronofsky no deja de lado su metafísica alquímica, muy evidente
en The Fountain lo que le ganó el título de incomprendida, y aplica ciertos
elementos en la historia de esta balletista que iniciará un viaje a la
perfección interior. Este extraño sueño con el cuervo, al inicio del filme, que
en las fases del opus alquimista se conoce como putrefactio es un aviso inicial
del conformismo e ingenuidad de Nina pero también del inicio del proceso. El
hecho de representar un cisne blanco, no es casualidad si se considera que es este
el segundo paso conocido como albedo, bien el estado de iluminación o estado de
ceguera, siendo que al final “recibe la rojez suprema del mundo entero, signo
de su naturaleza ígnea”, como relata Paracelso en su Tratado.
Esa naturaleza es la pasión interior, vista en la representación
de Odile; ese lado oscuro, el lanzarse al abismo, la locura, la entrega
entrañable, como la de un Vaslav Nijinsky, que puede acarrear la muerte,
material o espiritual, y que haya tras ella la libertad, la perfección.
Este es el otro relato de Aronofsky, el cargado de una rica
simbología metafísica que alimenta, con figuras arquetípicas, la esencia de sus
personajes y de su historia y que hacen de sus películas, de alguna manera,
inclasificables. No es de dudar que Aronofsky es un director que entrará en
esa brecha del cine de culto, donde residen otros directores que saben manejar
la mística de sus discursos.
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