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Erland Josephson, el puente entre dos grandes tormentos


Hoy dedico un espacio a Erland Josephson, actor que trabajó con Ingmar Bergman y Andrei Tarkovsky, dos grandes tormentos que nunca llegaron a conocerse, aun en la proximidad, a pesar de la estima mutua que se tenían.

Con ustedes:

Conferencia en los Cursos de Verano de la universidad Complutense, San Lorenzo de El Escorial (Madrid), 3 de julio de 2002 

Mi primer encuentro con Andréi Tarkovski fue como espectador. Las primeras películas suyas que vi, hace ya muchos años, fueron Andréi Rublev y El espejo. Ambas me resultaron enigmáticas y difíciles, aunque enormemente convincentes, abrumadoras.

Luego vi Stalker, que me pareció asimismo difícil, porque empleaba un idioma que resultaba un nuevo medio cinematográfico, con unos planos muy largos, inusualmente largos. Frente a ellos, yo estaba esperando a que se produjera un corte y me decía: "Ya, ya es hora de que se produzca un corte"; yo estaba acostumbrado al lenguaje tradicional europeo y quería inconscientemente reordenar la película de Tarkovski conforme a estas categorías para mí más conocidas. Fue así como Stalker me llevó muy lejos, aunque con dificultad.Erland Josephson

Vi también en aquella ocasión que a los actores de Stalkerse les pedía algo, algo asimismo inusual. No sabía exactamente de qué se trataba; no era solamente algo técnico, la capacidad, por ejemplo, de actuar en esas secuencias tan largas. No sabía lo que era, pero cuando vi la película por segunda vez, comprendí que era una de las obras más importantes del cine contemporáneo. Se ha dicho que la obra de Tarkovski es uno de los logros artísticos más destacados en todos los sentidos, y yo ya entonces estuve de acuerdo.

Por eso fue un gran honor cuando Tarkvski me pidió que trabajara en Nostalghia. El primer día, cuando nos conocimos, nos correspondía hacer unas pruebas fotográficas. En ellas, habitualmente, el actor se coloca contra el fondo de una pared neutra para, a continuación, mirar a un lado y otro mientras es fotografiado. Cuando llegamos a hacer la prueba, Tarkovski pensó que hacerlo así iba a resultar muy aburrido, así que sobre la marcha creó el guión de una pequeña historia, muy sencilla, para que nosotros la interpretáramos. Mandó iluminar el set y nos dio unas breves instrucciones de cómo interpretar. Tarkovski transformó así aquella simple prueba fotográfica en algo más que un mero test del maquilllaje y el vestuario que necesitarían los actores.

Me pregunto si se conservará en algún archivo aquel guión, o si la historia que creó allí, sobre la marcha, se habrá perdido. Porque se trataba de una historia muy bella, que tal vez pudiera desarrollarse.

Quiero añadir que luego, cuando empezamos a rodar, surgieron algunas dificultades. Procedían éstas de que Tarkovski quería evitar todo exceso de expresividad en la interpretación, rehuía cualquier cosa que pudiera forzar al público a interpretar lo expresado por los actores. El público, según él, tenía que tener su propio papel en la recepción de lo que nosotros, los actores, comunicamos.

Algo de esto era lo que yo ya había visto en Stalker, pues en esas tomas tan largas, el objetivo no estaba cerca de los actores, no se interesaba por ellos individualmente sino en tanto que partes del paisaje, de la imagen, como si fueran un elemento integrante de ella y existieran para ella de una manera muy real, muy positiva.

Una de las primeras escenas que interpreté -quizá la primera- en Nostalghia fue la del personaje italiano encima de una bicicleta estática, de ésas que se utilizan para fortalecer las piernas. El personaje está frente a su casa y allí llegan, guardando un poco las distancias, los actores principales. Pues bien, cuando la cámara está situada lejos del actor, éste tiende a levantar la voz, a hacer gestos más exagerados, etc.: hace, en definitiva, un mayor esfuerzo para llegar al público, para salvar la distancia que le separa de él. En esta ocasión que comentamos, yo hice muchos gestos, tratando de resultar tan claro como fuera posible. Pero Tarkovski me interrumpió: "No, Erland, no actúes tanto", y a continuación cogió un megáfono, para decirme: "Esto es un primer plano, Erland, esto es un primer plano". Me quería dar a entender que para interpretar esta escena tendría que utilizar otra técnica, la de las tomas cercanas, precisamente allí, cuando la cámara estaba tan lejos.

Lo que me pedía no era fácil. Gracias a la formación que hemos recibido y a nuestro trabajo posterior hemos llegado a automatizar estas técnicas, de manera que cambiamos nuestros gestos de manera instintiva según veamos dónde está situada la cámara. Es difícil contener la expresividad, porque uno tiene la sensación de que hay que convencer a los que están allá lejos, al fondo, y se piensa que no lo vamos a conseguir, si no les hacemos ver claramente lo que uno piensa, lo que uno dice, etc. Por eso, de algún modo, les obligamos a reaccionar de una manera determinada frente a nuestra interpretación. Pero lo que Tarkovski quería era justo lo contrario, que el público tuviera la máxima libertad de interpretar y dar significado a lo que nosotros les ofrecíamos.

Recuerdo otra escena que me planteó una dificultades similares, una en la que tenía que transportar una vela a lo largo de una piscina. Con mi forma convencional de interpretar, utilicé el lenguaje que había aprendido, pero también en esta ocasión Tarkovski quería de mí algo diferente. Me interrumpió y me dijo: "Cuando vemos a una persona, no siempre podemos saber si está triste o alegre; en cada instante se refleja lo que siente y esto basta: tu interpretación tiene que transmitir esa sensación al público".

Yo le miré sorprendido y le pregunté: "Bueno, ¿qué puedo hacer? Las personas de mi entorno me están fallando, y yo tengo que sentirme triste, ¿no?". Andréi me dijo que eso era algo demasiado afectado, que la interpretación tenía que quedar más abierta.

Volvimos a hacer muchas tomas de la misma escena, y Andréi me comentó: "Bueno, piensa en otra cosa, deja que tu rostro sea más neutral". Yo recordé a mi madre, conté hasta cien, pensé en mil cosas mientras repetíamos la escena trece o catorce veces más. A mí me parecía que no reflejaba tristeza, ni sorpresa ni nada. Después de veinte tomas o así, Andréi me dijo: "Bueno, ya está bien". "¿Seguro?, le dije yo. "Sí, vale", contestó él. Luego, no incluyó esa escena en el montaje definitivo.

Eso -el no expresar nada- parece muy sencillo, pero es extraordinariamente difícil. Es muy díficil para el actor no tratar de comunicar algo, porque nosotros queremos enriquecer el papel con nuestras propias experiencias en las acciones, al comienzo, al final, en todo momento. Queremos transmitir la mayor información posible sobre el caracter que interpretamos, pero con Tarkovski se trataba de otra cosa: que el público pudiera por sí mismo, sin nuestra ayuda, adivinar muchas cosas sobre el personaje. Se trataba de que el público mismo pudiera crear algo solo, sin ser forzado a ello por los intérpretes. Y esto creo que es muy importante. Es evidente que no todos los directores tienen que emplear este método, pero la experiencia con Tarkovski fue muy enriquecedora para mí, en este asepcto. Y muchísimo más difícil que trabajos anteriores.

Luego ha habido muchos directores que han hecho tomas tan largas como las de Tarkovski, pero nunca con tanta densidad como las suyas. Porque cada una de esas secuencias suyas, que podían durar siete u ocho minutos, era como una obra de arte completa, terminada. Podía considerarse una especie de pequeña novela, con su principio, su punto álgido y su final. Y Tarkovski no intervenía en la escena, no hacía tomas de apoyo, lo que implica un gran coraje. Hacer todas esas tomas tan largas, minuto tras minuto, sin tener la posibilidad de cortar durante la toma, es muy arriesgado. Para los actores eso era muy estimulante, muy excitante, porque sabíamos que no tendríamos más que una única oportunidad. Al no dividirse una escena en diversas tomas, para facilitar las cosas, no tendríamos otra oportunidad de hacerlo bien. Y eso era algo completamente nuevo, un desafío.

Además, Andréi tenía una característica personal maravillosa. Él tomaba todo lo que ocurría como un signo de algo que alguien -otro- había decidido, pero que él iba a aceptar y a realizar. Tonino Guerra, por ejemplo, había escrito un poema y la siguiente anotación en el guión: "La escena ocurre en una pequeña plaza, en la que hay una estatua con jinete". Al abordar esta escena, pensamos: "Bueno, esto tendrá que ser rodado en Roma". Ya en esa ciudad, buscamos y buscamos, pero no encontrábamos el lugar preciso. Andréi dijo: "Pues la rodaremos en el Capitolio".

En esa escena, el personaje italiano, Domenico, está rodeado de personas excluidas -pobres, "sin techo", etc.-, que forman una especie de tropa alrededor de él. Yo iba a situarme en el Capitolio, con Roma a mis pies; le dije a Tarkovski: "Si yo me monto encima de un caballo con Roma a mis pies, va a ser tan pretencioso que el personaje de Domenico tendría que hacer una tontería". Tarkovski me miró y contestó: "Bien, de acuerdo, que resulte ridículo".

En lugar de renunciar a la escena porque no encontraban el lugar adecuado, simplemente cambió el sentido de la escena y se adaptó a lo que había, a lo que dictaba la atmósfera que había encontrado, y con la que no había contado. Él aceptaba esos signos, los veía como algo positivo y llegaba a cambiar el rodaje para adecuarse a la realidad. Había recibido una especie de impulso de esa situación imposible y lo había resuelto creando otra situación completamente distinta, basándose en su arte.

Habitualmente, Tarkovski estaba muy abierto a las sorpresas, a lo inesperado. En esto se distinguía ampliamente de Bergman, por ejemplo, que acude al rodaje con una planificación muy determinada, muy dura y estricta, porque realmente teme las improvisaciones. En la preproducción ya lo ha detallado todo. Bergman puede admitir algunos pequeños cambios en el guión, desde luego, pero siempre de una manera específica, con orden. En Escenas de un matrimonio, por ejemplo, me preguntaron si habíamos improvisado los diálogos, y nada más lejos de la realidad: en esa película no se pronuncia una palabra que no estuviera en el guión, porque Bergman controla mucho lo que hace. Tarkovski, por el contrario, aceptaba bien las improvisaciones. Hay pocos directores tan flexibles y a la vez tan decididos como él.

También era característica peculiar suya un sentido muy desarrollado para lo especial, lo azaroso: para hacer que lo causal no lo pareciera y viceversa. Había, por ejemplo, una escena prevista en la que una masa de gente desciende por un puente, hay un incendio, los coches están volcados, etc. Tarkovski había salido por la mañana a reconocer la localización prevista para esa escena y al volver, comentó: "Esta bien, pero no es exactamente el lugar indicado para una catástrofe". Algún día después, comentó: "Ya he encontrado el lugar para la escena, pero no es un puente".

Tarkovski había encontrado un túnel en el centro de Estocolmo, que acababa en un callejón, con unas escalinatas laterales, en donde fue rodada efectivamente la escena. Se trata de una secuencia brillante, pero horrenda, la filmación de una auténtica catástrofe. Al final del trabajo, todo el mundo, incluido Andréi, estaba muy satisfecho.

Seis meses después, el primer ministro sueco, Olof Palme, fue asesinado junto a ese callejón: el asesino había disparado justo desde el lugar donde Tarkovski había colocado la cámara para rodar esa secuencia. A mí me dejó de piedra, me perecía un misterio que debía comentar con Andréi. "¿Cómo lo pudiste saber, cómo lo adivinaste? -le pregunté-; ¿tuviste algún presentimiento?". "No", me contestó él, "pero me pareció evidente que aquel era un lugar adecuado para una catástrofe". Lo dijo con toda naturalidad, porque lo veía así, lo sentía así.

Vuelvo al modo de expresarse que tenía Andréi, tan contenido, tan poco exhuberante. Cuando tenía que corregirme porque estaba actuando de un modo demasiado expresivo, gesticulado en exceso, etc., me hablaba en italiano y me decía: "Troppo geniale, troppo geniale": demasiado genial, no seas tan brillante todo el rato.

Yo sé que este modo de proceder suyo irritaba a algunos actores, pues nosotros, a veces, pensamos que somos muy importantes y que nos merecemos muchos primeros planos. Los actores velamos habitualmente por aquello con que podemos lucirnos y eso son precisamente los primeros planos. Pero Andréi no nos los proporcionaba. A mí, esos planos tan largos que empleaba habitualmente no me causaban ningún problema; pero para otros actores resultaban completamente extraños y quizá no sólo extraños, sino también técnicamente erróneos y, por eso, en ocasiones, trataban de cambiar de técnica. Yo entonces pensaba: "He visto las películas de Tarkovski y sé lo que significan, sé cuál es el resultado, hay que dajarle actuar tal como él es. No es necesario cambiar lo más profundo, lo más importante de un director".

Había otros aspectos mágicos en la personalidad de Tarkovski, aunque no me gusta emplear esa palabra cuando hablo de él, porque Tarkvski trataba, pienso yo, de desmitificar ese efecto, de anular la magia. Él, por ejemplo, decía que no le gustaban los mensajes cifrados, los símbolos. Cuando alguien le preguntaba por el significado de algo, él se irritaba e insistía en que no significaba nada, que simplemente estaba contando algo.

En cierta rueda de prensa que hubo en Roma, por ejemplo, con un montón de periodistas delante, alguien le preguntó qué significaba toda esa agua que aparece en su película. Tarkovski contestó que a él simplemente le gustaba el agua. Y esa fue toda la explicación. Seguramente habría otras explicaciones, pero él no quería obligar al público a saber cuál era ese significado. Utilizaba los mensajes, los símbolos, desde luego, pero no quería obligar al público a aceptarlos.

Yo me acostumbré a este modo de proceder y llegó a agradarme el no preguntar a Andréi lo que significaban las cosas. No tratábamos nada como un símbolo, sino como parte de la realidad, de los hechos. Pero una vez no me pude contener y le pregunté: "Pero Andréi, ¿por qué es tan importante llevar esta vela a través del agua? ¿Qué significa? ¿Tiene algún sentido real imporante?". Yo sabía que a él no le gustaría esa pregunta, pero me dijo: "Mira, yo tengo un amigo, un buen amigo; y cada vez que entra en su despacho, ve un libro sobre su mesa un poco torcido y lo endereza. Esa es su manera de mantener en marcha el mundo. Pequeños detalles como ése son los que hacen que el mundo siga adelante".

Cuando vemos sus películas y recordamos las experiencias tan fuertes que han supuesto para nosotros, uno tiene la sensación -la misma que teníamos cuando rodábamos- que la cámara era algo muy vivo en las manos de Andréi. Igual que con Ingmar Bergman, hay una atracción casi erótica en ese aparato, que atrae al director, con la que éste llega a establecer una relación apasionada, fascinante. Tengo la imagen de Andréi corriendo por el paisaje en busca del encuadre, aunque a veces era al revés, la cámara era la que encontraba para él el set adecuado.

Había durante los rodajes acontecimientos muy especiales. A Andréi le gustaba mucho la humedad, la bruma... Había elegido trabajar en Suecia por diversas razones, pero una de ellas fue la belleza de la luz sueca, esa luz que sabe tratar tan bien Sven Nykvist. Estando ya en la isla de Gotland, en el Báltico, nos levantábamos todos los días a las cuatro de la mañana para poder ver cómo llegaba la bruma matinal, al amanecer. Es un fenómenos natural muy característico de aquella latitud, y muy heremoso. Pero esa calima que estábamos esperando no llegaba, hasta que, después de cuatro o cinco días, vimos cómo se aproximaba y llamamos a Tarkovski: "¡Andréi, Andréi!". Él no se despegó de la cámara, quería observar la realidad a través de su cámara. Después de unos minutos, retirándose del objetivo, dijo: "No, es demasiado hermoso". Y apagó el equipo.

Yo sentí mucha curiosidad no sólo por él, por Andréi, sino también por mi propia reacción, porque ese gesto suyo me había conmovido. Presentí una especie de respeto por parte suya hacia aquello, como si no debiese competir con Dios. Pero nunca le pregunté por qué había actuado así.

Retomando el tema de su poder sobre los actores, hay que decir que, con el tiempo, llegamos a tener una mayor compenetación, un gran entendimiento mutuo. Se puede decir que hubo un momento en que su actitud como director cambió. Su modo de tratarnos se hizo especial, a veces nos trataba con ternura, quería juguetear con nosotros, había humor y a veces jugaba con el agua -hacía una especie de pequeñas acequias con el barro, para contener el agua-. Eran acciones de niño, y eso nos ayudaba a tener una cierta ligeraza en las tomas, un sentimiento de levedad en situaciones interpretativas que podíamos haber sentido como un enorme desafío. Eso nos hizo comprender que se trataba de un genio.

Él estaba viviendo en Suecia tiempos difíciles, y se quejaba con razón, por ejemplo, cuando hablaba de su relación con los sindicatos de nuetro país, pues si tienen sus aspectos buenos, es verdad que a veces son muy duros. Él estaba haciendo tomas en el paisaje sueco, con la niebla, hora tras hora a la intemperie, etc., pero cuando llegaba la hora convenida, el sindicato obligaba a interrumpir el trabajo y a levantar el campamento.

Y luego él tenía una enorme disciplina, que exigía a todos, lo que en ocasiones daba lugar también a pequeñas confrontaciones. Pero con el tiempo se creaba una relación especial, una suerte de unión que llegó a ser muy intensa.

En Sacrificio, por ejemplo, había una casa que se incendiaría. Cuando llegamos a esa escena, Andréi nos dijo que había soñado con ella durante dos años. Se trataba de una secuencia enormemente compleja, pero estaba muy bien preparada. Yo tenía que correr por el centro, había otras personas corriendo por ahí, otra -María- llegaría montada en biclicleta, etc. Empezó la toma; la casa ardía demasiado rápidamente y, aunque teníamos dos cámaras, una de ellas falló y se detuvo en mitad de la toma. Como Andréi se deprimió tanto -tantísimo- con el fracaso de la escena, pensamos que habría que rehacer de algún modo todo el set, para volverlo a tomar. Todos estábamos de acuerdo en que él tenía que poder expresar esta visión. Y decidimos quedarnos una semana más en Gotland, para que Andréi pudiera tener su incendio.

Y la segunda vez fue un milagro, todo salió a la perfección. El impacto que produce una coordinacion tan compleja como la que entonces tuvimos que hacer, y que funcionó al milímetro, es muy grande. En cierta ocasión, el director de fotografía de esta película, Sven Nykvist, que estaba en Tokyo, se encontró allí con Kurosawa. "¿Cómo lo habéis hecho?", le preguntó el director japonés, que estaba emocionado, abrumado por ese escena. De hecho, todos nosotros, cuando concluimos nuestro trabajo en ella y vimos que habíamos logrado ese resultado tan fantástico, interpretamos una especie de escena de amor entre todos, de alegría, porque verdaderamente nos podíamos alegrar de que el milagro hubiera ocurrido y que nosotros hubiésemos podido participar en él. Sentimos una alegría muy real, muy auténtica.

Con relación a nosotros, Tarkovski prescindía además de toda manipulación. Muchos directores manipulan a sus actores, y a veces es difícil no hacerlo, porque nosotros somos mortales -nos gusta que nos halaguen, etc.-. Tarkovski conocía lo delicado que es este tema, porque si el actor se enfada y no funciona bien no hay tomas, no hay nada. Él empleaba una especie de código, que le permitía hacer una crítica muy sensible, muy enmascarada: era una alabanza que encubría un pequeño "pero". Nunca, sin embargo, he conocido a ningún director que no haya manipulado a los actores, a excepción de Tarkovski. Era siempre totalmente honesto con nosotros. Un director no debe mostrar que está descontento, o no es fácil hacerlo; pero cuando él lo estaba, lo mostraba. Y se sabía que era así, porque era franco.

Al mismo tiempo, mostraba sus sentimientos positivos. Se alegraba cuando pensaba que había conseguido lo que quería, y cuando había trabajado bien con los actores.

Cuidaba también el lenguaje. Él tenía una manera propia de expresarse, y no me estoy refiriendo solamente a la comprensión de las palabras, sino a la entonación, a los gestos, etc. Gracias a ellos, aunque no teníamos un lenguaje común en que pudiéramos entendernos (lo hacíamos a través de un intérprete), sí había cosas que llegamos a entender directamente el uno del otro por el tono, el lenguaje corporal, etc.

Después de cierto tiempo de comunicarnos a través del intérprete, para las cosas fundamentales, o con algunas pocas palabras en italiano, que los dos hablábamos, Andréi empezó a dirigirse a mí en ruso, idioma del que yo no entiendo una palabra; y yo a mi vez le constestaba en sueco, respecto del cual él estaba en la misma situación que yo con su dioma. Pero la cosa funcionó, porque nos entendíamos muy bien. Por supuesto, no pudimos tener conversaciones filosóficas, profundas, pero sí hablar de los movimientos, de las expresiones, etc. Porque, cuando uno habla con alguien en un idioma común, no presta atención habitualmente al lenguaje corporal. Pero si hablamos idiomas diferentes, realmente vemos los gestos, los ojos, el más mínimo gesto significativo, y resulta hasta divertido y nos anima muchísimo comprobar hasta qué punto nos podemos comprender como personas a través de estos aspectos. Y con Andréi, esto era muy fácil, llegamos a entendernos muy bien.

Otro punto de unión entre nosotros fue la manera tan sencilla que Andréi tenía de referirse a los grandes temas. En Suecia, nos resultar difícil hablar de las cosas importantes, trascendentes. No sabemos tratar del más allá, de la muerte, del amor, de la vida, etc., de manera sencilla, sin escepticismo. Es como si no encontráramos las palabras exactas para expresarlos. Un sueco no dice claramente: "Yo creo en Dios", sino: "Yo creo que a lo mejor creo en Dios". Hay una gran reticencia a utilizar las grandes palabras. Pero Andréi tenía una relación muy especial con esos temas. Utilizaba palabras muy sencillas para referirse a las cuestiones trascendentes, no complicaba las cosas cuando hablaba de ellas, sino que profundizaba a través de la sencillez. Cuando decía, por ejemplo: "La vida es muy misteriosa", lo expresaba de tal modo que uno llegaba a comprender ese frase de un modo distinto, con un significado más profundo, y la aceptaba en todo su contenido.

Esa sencillez suya llegó a afectarnos, porque nos demostraba que es posible tratar seriamente de los temas trascendentes. Fue una experiencia importante para mí, y para otros del equipo también, porque nos obligó a tratar de seguir siendo tan sencillos como fuera posible, para comprender mejor las cosas.

Muchas gracias.

2002 © Erland Josephson
2002 © www.andreitarkovski.org
 



Entrevista en El país, 2.07.2002, por Elsa Fernández-Santos (extractos):
"Tarkovski no era un hombre misterioso, pero sí era un hombre en contacto con un misterio’, afirma Josephson. ‘Si el cine de Bergman es un reto a los sueños del hombre, al inconsciente. Tarkovski retaba a la eternidad. Tenía una personalidad muy rica y complicada, pero era abierto y amable y jamás manipulaba a los actores. Lo más que me llegaba a decir si no le gustaba un plano era una tímida queja. Sólo decía: 'Qué extraña es la vida, Erland', y yo sabía que algo fallaba. Era muy inspirador trabajar con él (...)

Eramos personas muy distintas, pero nos entendimos muy bien. El era muy religioso y yo no lo soy, y él nació en un país socialista, y yo no. Él creía muy firmemente en los secretos del hombre y creía que el cine no debía mostrar esos secretos. La mayoría de los directores con los que he trabajado quieren decir todo lo posible de los personajes, darles mucha información a los espectadores, pero Andréi creía que los espectadores tenían que adivinar la mayoría de las cosas. Andréi hablaba del alma y por eso sus películas son tan hipnóticas, pueden ser largas y aburridas, pero están llenas de un misterio indescriptible. Tarkovski me buscó para trabajar con él cuando yo rodaba otra película en Roma. Creo que lo hizo porque tengo un sentido especial para expresar experiencias religiosas. En Italia me dijeron una vez que los actores suecos parecemos más profbndos que los demás, pero eso sólo es porque somos lentos en los gestos y eso nos hace parecer más espirituales".



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